viernes, 2 de septiembre de 2016

Anita

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Desde que empecé a trabajar en la empresa de mi tío,fui dejando muchas cosas de lado, costumbres, manías, nimios placeres como sentarme a leer un buen libro;  hasta que el abandono indiscriminado se convirtió finalmente en una práctica irreversible. Todo esto sucedió de manera inconsciente e imperceptible para mi sobrecargado cerebro.
El hábito de la lectura se me había escapado sin que yo supiera bien cuando sucedió; un día cualquiera simplemente perdí el placer de hojear los libros, como quien deja de desear a un amante. Sobre una pared, en el estante, permanecían cubiertos por una fina capa de polvo, ejemplares olvidados de la literatura clásica y contemporánea, junto a material de estudio y otros libros cualquiera que dispuse ordenadamente solo con el fin de llenar el espacio. Allì podía ver el lomo rojizo de Madame Bovarie recostada sobre un grisáceo ejemplar de La guerra y la paz; a un lado el blanquecino de las obras de Paul Auster y mi incompleta colección de Rafael Sabatini. Mas allà se codeaban Robert Dawkins e Isaac Asimov ante la impasible presencia de Alexandre Dumas. Cada vez que dirigía la vista hacia la irregular fila de libros sucios, sentía un tibio dejo de nostalgia. Alguna vez yo también intenté escribir unos breves cuentos, pero no pude avanzar mas allá de unas cuantas páginas. En la computadora quedaron los archivos de Word, flotando melancólicamente en el escritorio, como recordatorio de ese viejo capricho que tuve en un tiempo ya lejano y lleno de proyectos juveniles. De vez en cuando abría uno de ellos y releía esas líneas escritas vigorosamente con excesivamente analizada prosa. Me reí mas de una vez pensando en los estúpidos sueños que representaron esas palabras, alguna  vez; con sus letras en negrita y sus absurdos barroquismos. El mundo real no era un lugar para jugar al poeta. Era un lugar lleno de necesidades perentorias que no daban tiempo a distraerse en esos menesteres secundarios. No, señor. Eso lo había aprendido tras años de decepciones acumuladas y de confirmaciones, contantes y sonantes, acerca de la vida adulta. Yo era el resultado de aspiraciones demasiado pretenciosas, las cuales no pudieron siquiera dar un primer paso; habían muerto antes de nacer.

De aquella colección de historias inconclusas, la mayoría era producto de experiencias personales. Tal vez fuera que ya no tenía la suficiente imaginación como para crear un mundo propio, con sus respectivos personajes de ficción y sus vivencias simplemente inventadas. Me veía obligado entonces a indagar en mi memoria y robar fragmentos del pasado con los cuales llenar las páginas.
Nunca pude darle cierre a ninguna de mis narraciones- redundo- pero una de ellas siempre me ha gustado por sobre las demás y en mas de una ocasión hice inútiles esfuerzos por terminarla. Le había puesto por título “La novia invisible” y tenia principalmente cosas tomadas del verano de 1994, cuando pasé mis vacaciones en una casa de campo en Misiones, y mi posterior regreso a clases. Yo tendría unos doce o trece años recién cumplidos y empezaba a ingresar en esa etapa de la vida en que  los niños dejamos de ver a las niñas como meros estorbos para nuestros juegos y empezamos a enfocar la mirada en detalles que antes carecían de importancia. El color de las pupilas, la forma delicada del lóbulo de la oreja, el dibujo de la boca, el registro de la voz, la forma de caminar, de gesticular; todas piezas de un ente que tiempo atrás solo era una criatura más, antropomorfa y asexuada, cobrando ahora un significado cuasi mágico, capaz de mover fibras desconocidas y despertar súbitamente emociones nunca antes experimentadas. En esa etapa de remolinos hormonales y confusiones acerca de las relaciones con el sexo opuesto, yo regresaba al colegio después de aquellas semanas de vacaciones en las que sucedió poco y nada. No tenía grandes historias que contar a mis compañeros, ni  anécdotas que recordara con especial entusiasmo. Mientras tanto, uno a uno, los demás varones del aula narraban con ojos brillantes, sus incursiones en el novedoso mundo del amor; acaso contando el primer beso; acaso asombrándose ante detalles como el perfume  de las mujeres o  las diferencias en la textura de la piel. 

Yo escuchaba sus aventuras románticas evitando participar activamente, a sabiendas de la humillación que eso podía representar. Estaba empeñado en proteger mi hombría a toda costa, ya fuera eludiendo el asunto o, si la situación lo ameritaba, esgrimiendo el más elaborado engaño, como finalmente sucedió.

Fue un alumno del cual no tengo mayores registros, el que me abordó una mañana durante uno de los recreos. Jamás recuperé del olvido sus exactas palabras o las mías. La conversación se inició como tantas otras, con algún chisme subido de tono, haciendo referencia a la formación de parejitas dentro del ámbito escolar, hasta que rápidamente devino en un interrogatorio despiadado sobre mi vida amorosa. Yo era muy torpe para casi todas las cosas que requiriesen socializar, pero si en algo me destacaba a esa edad, era en la construcción de fábulas con las que me lucía en la clase de Lengua. Y no dudé un segundo en echar mano a esas dotes literarias para elaborar toda una serie de mentiras, meticulosamente entrelazadas con hechos verídicos y detalles fácilmente comprobables. Así corrió la voz  sobre Ana, la hermosa rubiecita, hija de inmigrantes polacos, de la cual me había enamorado en el amplio patio de aquella casa de campo. A medida que la solicitud sobre  los detalles de mi relación aumentaban, iba decorando mis relatos con elementos cada vez mas concretos; que si sus ojos eran verdes o azules; los nombres de todos los miembros de su familia; donde y cómo fue que le robé su primer beso, mientras los adultos pescaban en un arroyo que atravesaba la propiedad. Tal fue el empeño que le puse a no dejar ningún cabo suelto, que llegó un momento en que yo mismo había comenzado a caer en la red de engaños, confundiendo escenas de mi vida real con las invenciones que surgían como escupitajos de mi boca. 
Para mitad de año, todo el mundo daba por sentado que yo tenía un noviazgo a larga distancia y esa era una verdad indiscutible. Anita se había trasformado en un tema habitual de conversación dentro de mi círculo mas cercano sin que nadie sospechara en lo mas mínimo. Nadie se cuestionó nunca la existencia de mi novia invisible. No me pidieron jamás ver alguna fotografía suya o me preguntaron cuándo iba a visitarme; yo me adelantaba a sus pensamientos plantando pistas, poniendo excusas y organizándole a Ana todo tipo de compromisos ineludibles. El único momento en que podíamos vernos era durante las vacaciones y los fines de semanas largos. Incluso, si no viajaba con mi familia, me tomaba el trabajo de inventarme también un viaje acompañado por algún familiar lejano.
 Aunque pueda sonar descabellado, el noviazgo duró dos años completos, con sus veinticuatro meses correspondientes, hasta el día en que Ana decidió que ya no podíamos seguir sosteniendo ese tipo de relación. Sus padres tenían tradiciones muy firmemente arraigadas y ya habían escogido un futuro esposo para ella. Aunque le doliera aceptarlo, ambos sabíamos que lo nuestro no iba a durar eternamente; la distancia era un impedimento muy grande para que prosperara. Así fue como un día de Enero, recibí una carta en que me informaba con enorme pena que ya no nos volveríamos a ver nunca más a favor del deseo de su familia. Me decía también que había sido muy dichosa esos dos años y que no me iba a olvidar jamás. Una carta muy emotiva con un precioso trazo manuscrito, que denotaba el carácter delicado de la mano que la había escrito. A decir verdad, me había tomado muchas horas de ensayo y error poder lograr ese efecto y ocultar mi ruda caligrafía.
La razón verdadera de la carta y la ruptura de mi relación con Ana, había sido otra mujer, Melisa. Me había enamorado perdidamente de ella y necesitaba desembarazarme de cualquier compromiso para allanar el terreno. Al final fue en vano ya que Melisa eligió corresponder a las proposiciones del abanderado de la clase, Edgardo, un aplicado muchachito de bien posicionada familia y maneras un tanto delicadas. 
Extrañamente sentí un curioso vacío después de eso; era la ausencia de aquella esbelta polaquita que nunca existió mas que en mi desbordada y enferma imaginación. Creo que en verdad llegué a quererla como quien se enamora de la idealización de un sueño impalpable, como un primer indicio de este desequilibrio que acompaña hasta hoy y que me mueve como la manos espasmódicas de un titiritero a su muñeco destartalado.
 Por única vez en toda mi vida,  perdí dos amores en un brevísimo espacio de tiempo. Curiosamente, ninguno de ellos llegó a concretarse en absoluto. 
Tal como mis ingenuos intentos de ser escritor...o de volver a ser feliz."